‘Chicos, no puedo dar la clase, porque ha empezado la guerra’
Soy profesora de lengua y literatura rusa con muchos años de experiencia, casi 30 años. Durante bombardeos, sentí que mi corazón se transformaba en un pajarito, en un gorrión. Podía sentir cómo se encogía. Los edificios de nueve pisos estaban casi todos negros, destruidos. Me daba mucho miedo mirarlos; no hacía mucho que habíamos celebrado el Año Nuevo... No hacía mucho que estos edificios tenían luces, tenían vida.
Me llamo Oksana Pavlova. Trabajaba como profesora en la escuela número 18 de Mariúpol. A la mañana del primer día supimos por las noticias que había comenzado la guerra. Al principio, todavía pensamos que el día 24 daríamos clases online a nuestros alumnos. Por cierto, soy profesora de lengua y literatura rusa con muchos años de experiencia, casi 30 años. Había trabajado en centros educativos de Mariúpol. Y el día 24, a las nueve de la mañana, iba a dar una clase a los alumnos del noveno grado. Pero algo ya había impactado en el aeródromo, que se encuentra cerca de nosotros. Vivíamos en las afueras de Mariúpol, en el barrio de Cheryomushki, cerca del pueblo de Pivdenne. Hay campos y una unidad militar con un aeródromo cerca de nosotros.
Algo terrible cayó allí, y me impresioné tanto que les escribí en el chat de Viber a mis alumnos, de la clase 9-A: “Chicos, no puedo daros la clase, porque ha comenzado la guerra.”
Sentí que no podía controlarme y no impartí la primera clase. Y luego, para la sexta clase, me recuperé y comencé a brindarles ayuda psicológica a los chicos. No dando la clase, sino contándoles que mi madre era una niña de la guerra y les conté cómo había aguantado en Lugansk. Durante los bombardeos con aviones. Después llegó la victoria del 9 de mayo. Eran chicos del noveno grado y del sexto... Les dije que cada persona tenía su destino, se lo daba Dios. Y que durante la guerra pasaban muchas cosas raras. Que había que tener fe, resistir. Y que la gente a veces se salvaba de manera milagrosa.
Los bombardeos continuaban hasta las siete de la tarde (desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde). A veces el bombardeo empezaba a las seis de la mañana. Me di cuenta que la guerra en las ciudades tenía sus horarios. Sobre las siete de la tarde tocaba comer. Comíamos una vez al día. Bebíamos mucha agua, siempre teníamos mucha sed, sentíamos ardor. Nuestro sistema nervioso tardaba mucho en acostumbrarse a esto.
Luego, el 7 de marzo, nuestro barrio de Cheryomushki estaba bastante tranquilo, nuestros vecinos salieron a ver a su hija y pasaban mirándonos. Y al ver a mis vecinos... Sabe usted, existe una frase (en ruso) “no tener rostro” [en ucraniano sería “alguien no se parece a sí mismo” o “se le borró el rostro a alguien"]. Cuando miré a mi vecina, que había regresado, literalmente conseguí visualizar esta expresión. Vi una cara amarilla. No vi sus ojos... Como si sus rasgos hubieran sido borrados de tanto horror. Porque todavía nos estábamos acostumbrando a todo aquello. Luego me dí cuenta: todos tenían los labios quemados, todos los vecinos. Y creo que le pasaba a la gente por vivir todo este horror. Es como sentirte abrasado por el fuego.
Entre vecinos nos apoyamos unos a otros. Estaba hablando con una [vecina], mientras algo volaba por encima de nuestras cabezas. Ahora al ver los vídeos de la gente de la región de Donetsk o de Lugansk, que también viven bajo bombardeos, caminando por la calle y diciendo: “Ya estamos acostumbrados”. Esto es lo que nos pasó a la gente de Mariúpol. En Mariúpol la gente rezaba mucho. Todos rezaban y nuestra familia también. Al salir yo decía a mi marido: “Santiguame”. Cuando salíamos juntos, yo le santiguaba a mi marido, luego él a mí. Empezamos a ayudarnos unos a otros.
En algún momento me dí cuenta de que había mucha gente en esos edificios de gran altura cerca de nosotros. Y le pregunté a mi marido: “¿Tendrán agua?”.
Sabe de qué me arrepiento... Tengo una sensación complicada ahora: sabía que podríamos llevarles agua. Pero constantemente oíamos tiroteos, ametralladoras. Es decir, sabíamos que salir afuera podría significar tu muerte. Y mi hija me dijo el día 24: “Mamá, papá, cuidaos, porque no sé cómo voy a vivir sin vosotros”. Sus palabras me obligaron a tener más cuidado.
Había valientes que salían y ayudaban, luego nosotros también empezamos. Antes de partir, llevamos casi toda nuestra comida hasta aquellos bloques. Los edificios de nueve pisos estaban casi todos negros, destruidos. Me daba mucho miedo mirarlos, porque no hacía mucho que habíamos celebrado el Año Nuevo... No hacía mucho que estos edificios tenían luces, tenían vida. Y cuando llevamos la comida hasta estos edificios, vimos que la gente era negra, negra. De tantas hogueras y de tanto cocinar al fuego.
Fue muy difícil para la gente. Los que vivíamos en nuestras casas particulares, lo teníamos más fácil, porque estábamos sólo con nuestros vecinos. Y la gente estaba amontonada en los sótanos, había historias terribles. Había alguno que se volvió loco en esos sótanos. Las relaciones entre las personas en esas circunstancias eran complicadas, la gente se comportaba de forma rara.
Llevábamos tres o cuatro días aguantando y luego llegó el miedo. Cada tres o cuatro días, dentro de mi estómago surgía un pensamiento: no lo aguantaré.
Los antiguos eslavos relacionaban el estómago con la vida. De allí me surgió el pensamiento de que no podría soportarlo. Luego también pensé: “Mis padres sobrevivieron la guerra, desde el año 41 hasta el 45 y nosotros también sobreviviremos”. Pensé: “Jesús sufrió y nos mandó sufrir”.
Pero sólo durante la guerra entendí el sentido de la frase: “Dios da a cada uno según sus fuerzas”. Porque lo que vieron mis compañeros en el centro de la ciudad fue realmente aterrador. Rescatamos a un hombre de mi edad, lo sacamos a él y a su madre de Mariúpol. Nos contó como cada dos días iba corriendo a la casa de su ex esposa y su hija. Verá usted: nuestro barrio, Cheryomushki, es la parte antigua de nuestra ciudad, aquí estaba el Museo de la Historia y Cultura local. Y él atravesaba toda la Mariúpol corriendo para llegar aquí. Y Dios lo guardaba, el hombre vió tantas cosas en el camino ... Vio a un hombre muerto sentado en un banco: el hombre se quedó inmovil y seguía sentado. Había gatos y perros sin alguna pata corriendo.
Había muchos perros lisiados. Les dimos de comer a los perros que se escaparon de aquellos edificios de nueve pisos y estos perros parecían locos. A la fecha del 1 de marzo, corrían por las calles y se echaban encima de los gatos. Nuestros vecinos, que nos traían cereales, dijeron que los perros mataron a sus siete gatos. Después se les pasó esta locura. Los animales simplemente no podían soportar estos sonidos. Y la gente no podía soportarlos. Después de Mariúpol, cuando llegamos a Transcarpatia, fui a ver al cardiólogo. Me diagnosticaron problemas cardíacos.
Durante bombardeos, sentía que mi corazón se transformaba en un pajarito, en un gorrión. Podía sentir cómo se encogía.
Mis compañeros vieron lo peor en el centro de la ciudad... No sabíamos qué estaba pasando en Mariúpol, porque no había comunicación. Al salir finalmente de la casa, íbamos preguntando a la gente que caminaba por la calle: “¿Qué pasa?¿La ciudad sigue siendo ucraniana? ¿Qué barrios siguen siendo ucranianos?” Y la gente nos iba contando algo. Luego, una compañera que escapó a Kyiv, nos contó que una vez su yerno y su hija fueron a buscar agua. Andaron por el centro de la ciudad, por la calle Zelinsky. De repente el hombre pisó algo y resbaló. Y vio que era el cerebro humano. El cerebro de una persona... Probablemente es el testimonio más aterrador, porque vio lo que había pisado. Eran fragmentos del cuerpo humano...
Una mujer me contó que estaban en un sótano del centro de la ciudad. Cerca de nuestra escuela N° 18, donde trabajé. Mucha gente atiborrada en aquel sótano, junto con los vecinos de la casa. Su madre estuvo postrada en cama durante muchos años, así que solía subir las escaleras desde ese sótano hasta el séptimo piso [al piso de su madre], y había gente muerta tirada en esas escaleras. Desde pequeña ella tenía mucho miedo a los muertos. Lo que hacía era cerrar los ojos. Cuando paraban los tiroteos, subía a dar de comer y a ayudar a su madre. Luego bajaba... Dijo que aquello fue espeluznante para ella.
También vio a nuestros muchachos, los ucranianos, que entraban para apoyar a la gente con palabras. Sí, en el centro de la ciudad ocurrían cosas terribles: los ucranianos estaban dentro del supermercado ATB, mientras que los rusos iban disparando. Luego empezó un incendio allí y nuestros militares corrieron para rescatar a la gente. Fue aterrador. He oído muchas historias de que la gente, especialmente las personas mayores, estando en estos sótanos sufrían paradas cardíacas: simplemente no podían soportarlo.
Daba miedo mirar por las ventanas, cada vez se veía alguna casa en llamas. Y cada vez daba mucho miedo.
Un día, cuando vi lo que pasó con los edificios vecinos de nueve pisos, fue muy difícil para mí incluso contárselo a mi esposo. Fue una especie de Armagedón, no se puede ni imaginar. Soy profesora, quizás de alguna forma yo lo tenía más fácil, empecé a leer bajo fuego. Cosas de Teología (tengo mucha literatura de ese tipo), incluso tomé algunas notas. Entonces dije: “Se acerca la Semana Santa”. Quizás haya victoria, porque la guerra comenzó el 24 de febrero y el Domingo Santo era el 24 de abril.
Cuando nos acostumbramos a los bombardeos, empezamos a salir para calentarnos. Teníamos dos gatas que pedían salir a la calle. Al principio las encerramos en casa durante mucho tiempo y luego empezamos a soltarlas. Las soltamos santiguándolas por la espalda. Primero salieron las gatas. Luego comencé a salir también, para cortar el viñedo, luego las rosas. Y les dije a todos: “Tenemos que prepararnos para la Semana Santa. Así no puede ser. Vivir con tanto miedo”.
También le dije a mi marido que somos personas educadas (y no solo nosotros, todos: la gente de Mariúpol, la gente de Ucrania, un país civilizado), pero ellos (Rusia) nos tenían atemorizados. Metidos en los sótanos y temblando como gusanos. Teníamos miedo de salir. Estuvimos un mes sin lavarnos el pelo, ahorrando agua, ni siquiera nos lavamos la cara. Me preguntaba: “¿Cómo puede ser esto? Vivimos en un mundo civilizado, donde está la ONU. Hay otras organizaciones, la humanidad conoce las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué está pasando ahora? ¿Cómo puede ser?”
Los habitantes de Mariúpol pensaron que tal vez en una semana todo se resolvería a un alto nivel. Esperando a que se calmara todo. Pero vieron que la humanidad no valora su experiencia y que cada guerra, como dicen los sabios, comienza sin ninguna razón o motivo. Y luego también termina. Desgraciadamente no podemos detenerla, todavía no existen las entidades que puedan influir en ello.
Cuando comenzó la guerra en Ucrania, entendimos, yo me di cuenta, que también éramos indiferentes al dolor de otra gente. Georgia, Chechenia, Serbia, Siria... Cuando había guerras allí, ni les ofrecimos ayuda, no hubo movimiento de voluntarios. Y ahora las desgracias de los otros las vemos a través de nuestra experiencia. Por un lado, existen premios Nobel a los científicos por fabricar algún medicamento que salva vidas humanas. Y por otro lado, sigue habiendo guerras... ¿Y cómo la humanidad vive en medio de todo esto?